Mandurrialandia es la capital del
reino inexistente, protagonista de este cuento para menores, adultos y
adúlteros de pensamiento, palabra, obra u omisión.
En un tiempo inconcreto, Mandurrialandia
era la monda y el despiporre de todo el país. En ella residían, como Dios
manda, toda la corte real. La expectación que suscitaban sus apariciones estaba
provocada por la peculiaridad de los personajes. La reina, que no era natural
del país, no dominaba el idioma y, en consecuencia, cada vez que abría la boca
no se entendía nada, por lo que sus “mensajes” llegaban a través de terceros,
que los interpretaban a su conveniencia, publicando libros que provocaban la
controversia y polémica lógicas cuando las ideas propaladas son contrarias a la
dirección general de la sociedad. Por el contrario, el Rey, pese a ser natural
del reino y dominar el idioma, tenía dificultades para hacerse entender debido a
un problema de dicción que opacaba su lenguaje, pero no era esta peculiaridad
la que suscitaba la expectación general, sino el hecho de que, debido a su
avanzada edad, en cada una de sus apariciones existía un alto riesgo de que
acabara protagonizando el acto con una pérdida del equilibrio, un momento de
ira, un desaire, o cualquier otro gesto impropio de su cargo, consiguiendo un
alto grado de estupefacción, incredulidad e incluso hilaridad entre sus
súbditos. Algo similar ocurría con el resto de la familia real, cuyos
personajes, lejos de convertirse en representantes del digno comportamiento que
cabría esperar en ellos, se habían ido alejando del mismo con una actitud
genuinamente plebeya: matrimonios nada aristocráticos, divorcios, escándalos y
procesamientos judiciales. En resumen, nada merecedor de ser narrado a quien
espera encontrar unas vidas ejemplares y un modelo de virtud digno de ser
emulado.
En el condado de Mandurrialandia
quien manejaba las riendas era la condesa de Mandurria, rica heredera a quien
todos reconocían su capacidad de liderazgo pese a sus desabridas y
estrambóticas salidas de tono, llegando incluso a pedir la cabeza de los
responsables de lo que ella calificaba como “mamandurrias”, calificativo del
que únicamente ella conocía el significado y que a todo el mundo resultaba
gracioso. Mamandurria podía ser un edificio que no le gustara, la presencia de
periodistas donde ella no los quería, que una madre indignada le arrojara un
Tupper a la cabeza en señal de protesta, o cualquier acto reivindicativo que
considerara contrario a sus intereses, como que los trabajadores de un centro
clínico le montaran un pollo porque se iban todos al paro laboral, y así era
capaz de encararse con ellos y mandarlos a freír mamandurrias con sus pancartas.
La condesa de Mandurrialandia,
popularmente conocida como “la mamandurrias”, inconsciente de su edad y
condición física, ajena a padecer cualquier tipo de complejo, era muy
aficionada al “rocerismo” popular, gustando de vestirse incluso de castañera si
esto la aproximaba al populacho que la adoraba y proclamaba como su lideresa en
cada confrontación electoral a la que se presentaba. En la celebración de estos
comicios, aparecía cautivadora y sonriente en vallas y carteles publicitarios, en
unos frente a un espejo al que preguntaba “¿quién era la más bella del condado?”,
y en otros “si había alguien más bella que ella”. Lógicamente el espejo daba la
callada por respuesta, ya que no había publicista capaz de dar con una frase
acorde con la situación y preferían no correr el riesgo de hacer una
mamandurria que les costara la cabeza y asumir el riesgo de no poder pagar la
hipoteca del adosado en que residían en una urbanización alejada del centro de Mandurrialandia.
“La mamandurrias”, mujer
emprendedora y líder por naturaleza donde las haya, tenía como gran empeño
hacer de Mandurrialandia una capital digna, no ya de su arruinado reino, sino
envidia del orbe todo. Con este fin, y sin darse cuenta del ridículo imitador y
pretencioso en el que incurría, se empeñaba en emular a otras grandes ciudades,
y si estas destacaban por tener espectáculos musicales, ella quería tener lo
mismo en las avenidas de Mandurrialandia, consiguiendo que dichos espectáculos
se instalaran en la capital y provocando la irritación de sus productores que
veían cómo los escenarios se les quedaban pequeños, lo que no era razón para
que el precio de las entradas se ajustara a la baja. No conforme con esto,
insistía fomentando la construcción de edificios altísimos que le dieran
empaque y compitieran con los de otras grandes ciudades, volviendo a hacer una
mamandurria que no llegaba a la suela del zapato de edificios emblemáticos del ancho
mundo. Por si esto no fuera poco, su empeño se dirigió a hacer de Mandurrialandia
una ciudad llena de neones y color, donde el juego fuera el atractivo turístico
fundamental de la ciudad. Aquí chocó en conflicto de intereses con la región
conocida como “de los 400”, pues este era el número estimado de padres
fundadores capitalistas y dueños de la región. El resto eran una cuadrilla de
advenedizos paniaguados y sin raíces, inmigrantes en su mayoría, a los que
imponían sus criterios nacionalistas y llamaban charnegos.
La mamandurrias se rodeaba de una
viril corte, a diferencia del presidente de la nación, que lo hacía de féminas,
lo que hacía del desgobierno un nido de víboras rodeadas de su consejo de
víboros y viborillas. La competencia entre las reptiles era feroz, no solo por
el lucimiento de su supuesta belleza, para lo que se adornaban y teñían (invariablemente
de rubio) sin descanso, sino también por la cuota de poder que eran capaces de
alcanzar, la retribución económica que conseguían cobrar y la masculinidad y
buena planta que podían acumular en su derredor. Las dentelladas, cuchilladas
traperas, traiciones y vendettas eran moneda común entre las distintas
facciones, donde caer en desgracia implicaba convertirse en alguien apestado y
condenado a no levantar cabeza nunca más. “El fin justifica los medios y lo
demás mamandurrias” era su lema de cabecera.
Este es un cuento sin princesas,
como ya dije, ni tan siquiera de condesas, ni príncipes, es de sucedáneos y
hora es ya que conozcamos a nuestro coprotagonista.
Como toda gran capital que se
precie, Mandurrialandia no podía dejar de tener una selecta selección de
deportistas de primerísimo nivel, venidos en su mayoría de lejanos y cercanos
países y pagados a precio de oro. Esta casta de músculo joven de primera
calidad era cotizadísima en el mundo social y entre todos ellos destacaba un
paquebote muscular venido de otras tierras a jugar en el equipo Real
Mandurrialano. Al paquete de músculos no le faltaban ofertas de hombres y
mujeres, que conocedores de su afición por coleccionar relojes en su finca de La Comadreja , le sugerían
que en el cajón de sus mesillas de noche dormía un reloj cuya correa tenía la
anchura exacta de su muñeca; a veces podía tratarse de un Rolex de oro, otras
un Patek Philippe, un Hublot, un Cartier, o cualquier otra marca de lujo y
carísimo precio. El joven se dejaba querer y acrecentaba con afán su inacabable
colección. En uno de estos eventos sociales, nada culturales, se produjo el
encuentro interesado de la mamandurrias y el deportista mandurrialano. No
tardaron en saltar brillos y fulgores dorados en los ojos del muchacho, que se
aprestó a una visita de cortesía al palacio de la mamandurrias. Cuando llegó,
un apuesto mayordomo con ligera melenita rematada por una mecha blanca sobre la
frente, le indicó que debía acompañarle y vestirse con la equipación de
competición del Real Mandurrialano, indicándole que, inevitablemente, debía
subir la pernera derecha de su pantaloneta hasta la ingle, dejando ver en toda
su longitud el poderoso miembro inferior. Una vez realizadas las indicaciones,
el mayordomo, con una amable sonrisa, le acompañó hasta las dependencias privadas
de la mamandurria. Al entrar en la suave penumbra que iluminaba la habitación,
perfumada con un espeso ambientador de inclasificable mezcla floral y olor a humo de puro, no pudo
evitar que el conjunto le recordara a la exposición que había visto en un
afamado centro comercial y que le produjo cierto repelús, pues era hombre de
gustos sencillos, aunque dorados. La mamandurrias se encontraba sentada a
contraluz en un sillón y se levantó al verlo parado en el centro de la
habitación. La silueta se dirigió lentamente hacia él con un movimiento sinuoso
y en la medida en que se aproximaba podía comenzar a distinguir a la
mamandurrias luciendo un corpiño negro con unos ligueros que sujetaban unas
medias rojas. Sin duda caminaba hacia él sobre unos tacones y al llegar a su
altura posó un brazo cubierto por un guante rojo que le llegaba hasta el codo,
sobre su atlético hombro. El otro brazo rodeó su cuello y sintió en su nuca el
deslizarse del guante y cómo la piel rozaba su cuello. El guante calló al suelo
y la mamandurria le pidió que lo recogiera. Al agacharse descubrió que los
zapatos no tenían tanto tacón como había supuesto y que bajo los mismos y sobre
las medias, un par de calcetines dignos de coronar el himalaya abrigaban los
mamandurrianos pies. Se incorporó desconcertado y sintió cómo la mano
acariciaba su muslo desnudo, mientras al oído la voz de aquella mujer le susurraba
que siempre tenía los pies helados y le preguntaba si aquella era la pierna de
su fortuna. Pidiéndole que le acompañase hacia la cama le tomó de un extremo
del guante que sujetaba, tirando de él como si de una mascota adiestrada se tratara. Al pie de la cama nuevamente se quedó parado al vislumbrar otra silueta
en la penumbra. Sin duda era un hombre y no parecía el mayordomo.
-
No tengas miedo, dijo ella.
-
Yo juego solo, dijo él.
-
Pues hoy haremos equipo, le replicó.
-
Yo cuando toco pelota chuto gol, no hago pases,
contestó.
-
Hoy hacer lo que sea, que aquí jugarse la maxi copa,
dijo el extraño al tiempo que se levantaba y se dirigía hacia ellos.
Fue entonces cuando lo reconoció. Ante sí, vestido con
camiseta de tirantes, calzoncillos boxer y calcetines, con un puro encendido colgando del morro, se encontraba el
mismísimo multimillonario encausado en varios países, promotor de la grandiosa inversión que estaba en
juego. Ahora sentía que tenía una gran victoria a su alcance por la que luchar.
El pedazo de reloj que lucía aquel tipo le hizo ensimismarse en su colección y
abstraerse de todo lo demás.
La condesa se tumbó en la cama y dijo: “Me gustaría ser como
la princesa del cuento y que me despertaran de mi largo sueño con un profundo
beso. Lo que es la vida, sólo faltan los aspersores”. Fue como una señal.
Adoptó la postura que le caracterizaba y se concentró. Lo que ocurrió a
continuación es difícil de contar. Un golpe en su cadera provocó que toda su
contención se desparramase sobre la cama y la condesa, que empezó a gritar como
una posesa. El promotor gritaba: “No, no, tú jugar conmigo y ella gritarme
ánimo. Mi ganar tú y firmar contrato ventajoso para todos, guarro”. Por la
habitación seguía dando botes el balón que le había golpeado y que había
lanzado el promotor de una patada golpeando su pelvis y que había
desencadenado aquella humillante situación digna de un baño de espuma en la pista de una discoteca. La mamandurrias estaba hecha una
fiera gritando: “sólo pensáis en lo mismo, no tenéis ni idea de lo que son
negocios. Más te vale que este no se eche a perder, porque la próxima pelota
que toques será con escayola de por medio. Y además me has arruinado el juego de sábanas de seda
que me dieron en el banco cuando abrí una cuenta en Singapur. ¿Tú sabes lo que
cuesta este juego de sábanas negras, so patazas, tú sabes lo que tuve que sacar
del país para ingresar a plazo fijo por un año para que me las dieran? Vete,
vete de mi vista so mamandurrio”.
-
Yo… yo… ¿y el reloj?, acertó a decir.
-
Toma la mamandurria de reloj y lárgate de mi vista,
clamó la mamandurrias.
En sus manos cayó un reloj Casio de plástico dorado, en cuya
pantalla la mitad de los dígitos no se distinguían porque la batería se
encontraba prácticamente agotada.
-
No eres más que un chulo da feira y no te mereces otra cosa, dijo la mamandurrias, se lo
quitaron a un mantero recién bajado de la patera y que se puso a vender delante
de mi palacio gubernativo sin saber dónde se ponía, y cuando lo metieron para
adentro bajé a ver las mamandurrias que pretendía vender y le compré por un
euro esa de recuerdo antes de que lo echaran a patadas. Como puedes ver tiene
un gran valor sentimental para mí.
Cuando el mayordomo le acompañó a la puerta le manifestó su
admiración por él, aunque debía reconocer que el equipo rival que dirigía Pito Terranova era mucho mejor y le dijo que se quedaría con la camiseta manchada como recuerdo. Al
cerrarse la puerta tras su ancha espalda una nube de flashes iluminó su figura y aquella cara con expresión de desconcierto infantil.
Los micrófonos se acercaron hasta él y antes de montar en su deportivo sólo
acertó a decir: “Estoy triste”.
Dentro de la mansión, la mamandurrias gritaba que quién
había llamado a la prensa si ella no quería que estuviesen allí, inconsciente
de que un pavoroso incendio forestal se aproximaba hacia sus jardines.
Y colorín, colorado, este cuento sin príncipes ni princesas,
se ha acabado. Aplaude si te ha gustado.
Fin.