domingo, 19 de diciembre de 2010
Casta tonia
El prejubilado salió en busca de la vecina enfermera, que bajó acompañada por el consorte maestro. Diagnóstico de la paciente: Sobredosis de información inasimilable diluída en cazalla barriobajera. Tratamiento: De choque. "Yo la dejaría en medio de la calzada a ver si se la llevan por delante de una vez, eso es un buen choque", soltó el adiestrador de criaturas, y el prejubilado se lo pensó.
Hoy he vuelto un tanto en mí, a mi acostumbrada anormalidad, al oir que Tomás Gómez le enmendaba la plana a ZP, advirtiéndole que se alejaba de posiciones socialdemócratas. "Menos mal que alguien dice algo sensato" he exclamado y cual ave fénix desplumada por los mercados me he abalanzado al desprovisto frigorífico para intentar calmar mi ansiedad, pero no había vermú fresco, así que he tirado de un brick que no contenía zumo precisamente. De la crisis zen en que me he visto sumida, catatóntica perdida, he sacado en claro el voto en las próximas elecciones: De los dirigentes que nos dominan dudaba entre la capacidad de Moody's para hacer perder el culo a la ministra Salgado, o la de Standard & Poor's al Presidente del Gobierno. La conclusión era sencilla: tanto da; pero es que soy lianta por naturaleza y empecé a cuestionarme si no podría escindir a los Poor's de los Standard y quedarme con ellos, más que nada por afinidad nominal, así que me decía a mi misma, desde mi enclave zen, que sin afiliarme a los S&P ya estaba cuestionando su unidad ideológica, osea, nacida para liarla.
Todo comenzó con un respingo que solté al leer un artículo del premio Nóbel Paul Krugman en el que hacía referencia al ensayo de Jonathan Swift "Una humilde propuesta", en el cual comentaba la extrema pobreza de los irlandeses y proponía una solución: vender los niños como alimento. "Reconozco que este alimento puede salir un tanto caro", admitía, pero esto lo haría "muy apropiado para los terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen ser los que más derecho tienen a los hijos". Me entró un pánico incontenible y me abalancé a por la maletita con ruedas en la que metí dos mudas, una tal cual estaba, sin lavar, y me quedé con lo puesto sentada encima del trolley en el hall de nuestra mansión VPO. El prejubilado me vió sentada tras la puerta y se interesó por si me iba a visitar a la tieta, o si por fin me largaba, "en cualquier caso", añadió, "espero que no estés esperando a un taxi, estamos tiesos". Intenté explicarle mi angustia al verme devorada sin piedad por los mercados y me replicó que qué más quisiera que que me incaran el diente en el pellejo sobre hueso; quise hacerle comprender que no se jubilaría, que nos quitarían la pensión, que estábamos abocados a ser pobres de solemnidad como Esperanzita la lideresa, que en los comedores sociales no hacen potinges insalubres como los míos, que nos embargarían hasta las caries. Él intentaba animarme, en el fondo es bueno, "hay un bombero nuevo por el parque, padre primerizo, baja a entretenerte con él" me decía apelando a mis más bajos intintos depredadores sin conseguir sacarme de mi estado estupefáctico. "Se nos comen", decía, "estos no se conforman con nada y se nos comen vivos". "Anda y que no te gustaría que te comieran algo", replicaba el sinsorgo, sin entender que su falta de empatía me hundía en la crisis más que ir de compras al mercadillo. Y así me dejaron, como a una niña enfurruñada detrás de la puerta. "Al menos, si llaman, abres", concluyó con su sentido práctico. Comencé a hacer pucheros viendo que me bajaban el nivel de confianza a la triple Z; que me nombraban negrera del rellano y fustigaba a latigazos a la señora de la limpieza del portal; saqueando la tienducha al panadero y quemándolo en la hoguera acusado de hacer acopio y estraperlo; me vi viajando a Andorra a comprar medias de cristal, practicando el contrabando de Duralex, y lo más horrendo: mi niño haciendo la primera comunión vestido de marinerito y ejerciendo de monaguillo en el valle de los caídos en manos de no sé qué fraile. No podía soportar esas visiones. Las lágrimas inundaban mis lentillas y me impedían ver el horroroso ramo del jarrón que decora el mueble de nuestro hall. "¿Me vas a dejar dormir, cariño?" gritó desde la cama, "que estés con la neura no justifica que me des la noche, reina, si al menos no fuera por esa gentuza, pero esa basura no merece una lágrima tuya mi amor, ni una noche sin sueño mía, venga, a la piltra, que te tengo preparado el cine de las sábanas blancas". Y yo callada, como muerta, incapaz de decirle que había puesto el juego con el estampado de rayas, que ni en eso se fija, agarrada al asidero de la maletita como quien se asoma al mirador de un precipicio sin fondo, pero viendo las manchas del parqué, sintiéndome carne de barbacoa unifamiliar al no poder asumir el intérés de la deuda, recordando las palabras de Ken Loach "Lo siento si suena muy antiguo, pero la forma de parar la crisis es una revolución social". "¡No se puede vivir así, hay que hacer algo!", grité. De alguna parte sacó los restos de un curso de macramé que abandoné hace tiempo y me lo puso en las manos. "Toma cariño, con tu habilidad podemos ganarnos unos ingresos extras para la que se avecina. Puedes hacer colgadores para macetas y sacarnos de la miseria". "Antes prefiero irme a una esquina que servir de alcahueta de embajada", repliqué, y con un ataque de risa salió en busca de la vecina enfermera. "Te dije que no leyeras tanto lo del wikileaks" fueron sus últimas palabras. El resto ya lo saben. Afortunádamente puedo contarlo, pero, créanme, cuando me asomo al hueco de la escalera, sin luz por falta de pago, siento un pánico indescriptible al futuro, negro, negro, negruz.
Monólogo de Tyler Durden en "El club de la lucha":
Veo mucho potencial, pero está desperdiciado.
Toda una generación trabajando en gasolineras, sirviendo mesas, o siendo esclavos oficinistas. La publicidad nos hace desear coches y ropas. Tenemos empleos que odiamos, para comprar mierda que no necesitamos.
Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión. Nuestra guerra es la guerra espiritual. Nuestra gran depresión es nuestra vida.
Crecimos con la televisión, que nos hizo creer que algún día seríamos millonarios, dioses del cine o estrellas de rock. Pero no lo seremos, y poco a poco lo entendemos. Lo que hace que estemos muy cabreados.
No sois vuestro trabajo.
No sois vuestra cuenta corriente.
No sois el coche que teneis.
No sois el contenido de vuestra cartera.
No sois vuestros pantalones.
Sois la mierda cantante y danzante del mundo.
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