viernes, 1 de octubre de 2010

El día de la huelga


Sé que a ustedes les importará un pepino, pero estoy empeñada en contarles cómo transcurrió nuestra jornada de huelga.
Como no ignoran, en nuestra casa nadie pega un palo al agua, afortunadamente vivimos de los ingresos del de la regulación; el niño lo hace de las donaciones de los papás de su partner, mientras hacen como que estudian. En fin, una cómoda situación económica, envidia del vecindario, a consecuencia de la que debatimos profundamente en el lecho antes de roncar, sobre la conveniencia de adherirnos a la huelga. Yo dije que ni cocinaba ni fregaba y él que no se pensaba levantar de la cama, donde iba a contribuir a falsear los datos del consumo eléctrico encendiendo la televisión todo el día. Del niño no sabemos nada, que ya saben que no nos dirigen la palabra desde la navidad. Espartanamente me puse el despertador a las siete, que no son horas, para bajar como una loca a por el pan, los periódicos y la leche, el orden de factores no altera que añadiera una ensaimada para el camino. Todo tiene un precio. A la hora señalada me di la vuelta en la cama y sondeé las posibilidades de que no bajara yo a por los víveres, pero no las hubo, las posibilidades, así que me lancé a la calle como de costumbre: sin arreglar. ¿Para qué a esas horas?. Ya en el descansillo me alarmó el silencio reinante, y al bajar con sigilo y sin arrastrar el carrito de la compra para evitar que me increpara el vecindario tachándome de esquirola, me llevé la sorpresa de que andábamos todas igual. Poco a poco coincidíamos en el portal con la insana intención de aprovisionarnos antes de que los piquetes chaparan las tiendas. Sorprendidas unas a las otras empezamos a debatir sobre el frío que hace ya a la noche, y el por qué no le daban un calentón a la calefacción. Con mi prudencia habitual me limitaba a asentir a las quejas sobre el administrador y el presidente del portal, que nos tienen martirizados (ahí la radical dijo algo sobre la tortura) y sobre las ventajas que tienen los servicios individuales sobre los colectivos, y ahí la de enfrente me lanzó la puya: "claro, si los puedes pagar, que algunos viven de los demás". No quise darme por aludida en la morosidad y guardé silencio con dignidad, mientras mi mirada lanzaba veneno directamente a sus ojos con lentillas coloreadas, que hasta en eso es falsa. Una dijo "hay que hacer algo" y yo animé "a la huelga, boicot, alguien tiene que pagar" y blandí el carrito como si fuera un tridente, siendo secundada por todas y armando la algarabía en el portal. Como nos habíamos cerrado las puertas de otra salida menos digna, volvimos a nuestros pisos chillando y protestando contra el Gobierno y sus recortes.
Cuando cerré la puerta, el de la cama dijo: "qué pronto has vuelto, ¿has traído el diario?". Rabiosa perdida no le contesté y me abalancé a la ventana de mi cocina, desde la que espío el parque y los padres primerizos, y allí pude ver cómo un piquete le jaleaba al panadero que echaba la persiana.
- ¿Que no me has oído?, dijo el de la cama, ¿que si has subido el pan?.
- ¡Y una leche!, bramé, ¡el panadero está de huelga!.
- ¿Y qué vamos a comer hoy, reina?.
Tardé en contestar que nada, no quería que se notara que me estaba trajinando el último yogur del frigorífico. Luego, arrebujados en el edredón, vimos las imágenes del centro, lleno de policías repartiendo a diestro y siniestro y con todo el comercio abierto. Daba gusto. Es lo que tiene vivir en la periferia, que te marginan aunque no quieras, como que estás obligada. Siempre pagamos los mismos.

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