viernes, 28 de agosto de 2009

Mi relato del verano

Y como no me llevan de vacaciones, con la excusa de la dichosa regulación, me siento discriminada y sin haber podido competir en los concursos de relatos y fotografías veraniegas. Porque a ver, una puede vivir de recuerdos, pero te sientes francamente mal cuando no puedes contar tu último periplo estival. Es como ir a la playa con el bañador de hace cinco años, poder, se puede, pero te mira todo el mundo con lástima, aunque yo, para evitarlo, me lo quito en cuanto puedo. Así que me rebelo y no me resigno. Una tiene su querencia y quiere contar, lo que sea, pero largar.
Hace años, en la época final de Gil, pensando que aquello se acababa y ya nunca sería igual, decidimos acercarnos a la costa malagueña y conocer la milla de oro Marbellí, Fuengirola, Puerto Banús; en definitiva, observar a la jet, la créme, en su salsa, no como ahora, que me tengo que conformar con los reportajes playeros de la tele. Como yo le digo al de la regulación cuando tenemos que acercarnos por el segundo ensanche pamplonés: "Vamos al zoo cariño, que necesito sentirme especial".
Tengo un recuerdo imborrable y que para mí define Marbella: Al atardecer, al doblar una esquina, vimos salir de un portal a una anciana acompañada por su familia; caminaba tortuosamente, con la espalda doblada por el peso de los collarones colgados del cuello y la vista dirigida al frente, apoyada en el brazo del que era probablemente su hijo, seguidos por una procesión de media docena de nietas y algún bisnieto. Se encaminaron hacia el paseo marítimo y entraron en una heladería abarrotando el pequeño local. El padre de familia, aquel venerable sesentón, organizaba ostentosamente la corte alborozada: "Que la mamá se siente a la fresca en la mesa de la terracita y las niñas un heladito, a ver, id pidiendo a la chica", y las niñas, unas divorciadas, otras con el marido en la capital, otras incasables, rodeadas de los más pequeños, vestidos todos para el paseo con las mejores puntillas, reclamaban su sabor favorito y degustaban su manjar, mientras revoloteaban y piaban en torno a papá como los pájaros en el nido. Una tierna escena familiar. Comme il se doit. Papá sacó su monedero y pagó la cuenta reclamando el tique a la empleada y fué a sentarse con la abuela a tomar su bola de helado en vasito. Cada uno su bola, una, en su vasito. Me sorprendió que ninguno de ellos tomara un cucurucho hasta que una de las "niñas" advirtió a una rubia criatura con coletas y lacitos que tuviera cuidado con la cucharita y no se manchara, ya que estaba primorosa.
Cuando abandonamos aquel antro de perversión los tres lamíamos nuestros helados en cucurucho considerando que ya habíamos visto Marbella. Suficiente. Con nuestra furgoneta nos habíamos paseado codeándonos con lo mejor de la société. Vimos coches caros, yates, modelos exclusivos, decoraciones ostentosas, establecimientos inasequibles, brillos y dorados por doquier, olimos alimentos lujuriosos y observamos comportamientos extraños en aquellos seres deformados por operaciones, injertos y prótesis. Assez, assez. Huímos despavoridos a nuestra choza de campaña bajo la luz de la luna a la orilla del mar. Nos bañamos desnudos, con una especie de ansiedad por liberarnos de cualquier parásito, de cualquier mugre que se nos hubiera pegado allí. Algo se habría pegado, seguro, espero que no fuera ningún impagado o algún virus tipo Maadof. Y cuando nos sentimos, de nuevo, más o menos libres y limpios, nos reímos a carcajadas de aquella fauna a la que, tal vez, así lo espero, no volvamos a ver nunca más. Aunque a veces, como ahora, los recuerdo y me pregunto qué habrá sido de aquella familia pin y pon. Trato de aventurar sobre el desarrollo de sus vidas, me pregunto si alguna mantendrá aún aquel rictus de disgusto, de resignada tristeza que creí adivinar en su rostro. A pesar de todo, de los oropeles, los lazos y puntillas, del estatus y del savoir-être, había allí un bitter taste, una amarga resignación. Como en la fiebre del oro, en la milla de oro nadie que no se enfangara lo encontró, y nunca fué suficiente.

2 comentarios:

  1. Te cuento mi viaje a Moscú en 1981?... Chica, prefiero los piojos de Puerto Banús. Pero no soy "progre", claro.

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  2. Cuéntalo, seguro que pillaste ladillas.

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